Una vez al mes abro mi mesa en formato de restaurante íntimo. No hay carta ni menú fijo: cada cena es única, pensada para ese encuentro y esas personas. Cocino lo que quiero compartir y lo que dicta la estación, alrededor de una mesa pequeña, como en casa. No se trata solo de comer, sino de ser parte de un ritual íntimo donde el fuego, la estación y la charla marcan el ritmo de la noche.
De vez en cuando llevo mi cocina a celebraciones de hasta 60 personas. No son banquetes masivos, sino encuentros diseñados como un traje a medida. Cada plato y cada detalle buscan que el evento se recuerde más por lo vivido que por lo servido. La cocina se convierte en escenario de la memoria: aromas, texturas y brindis que quedan grabados como parte de la celebración.
Cuando presento un libro, no explico recetas paso a paso. Cocino mientras hablamos de la cocina como memoria, identidad o acto político. Son encuentros donde el humo cuenta historias, los ingredientes se vuelven personajes y la mesa se transforma en un espacio de conversación compartida. Siempre que puedo, sumo productos y productores locales, porque creo en la desindustrialización del plato y en el valor de lo cercano.
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A mí me pasa lo mismo que a Mallmann. Me gusta dejar la cocina sucia después de un evento, de una noche entre amigos.
Siempre pensé que el amor, cuando es verdadero, no se dice: se hace. Y en mi caso, se cocina. Cocinar es una de las formas más concretas que conozco de amar. Es una manera de decir “te veo”, “te cuido”, “te espero”.
Hay fuegos que se encienden afuera, y otros que nos encienden por dentro. Durante mucho tiempo pensé que cocinar en horno de barro era una técnica, un procedimiento, una habilidad que se podía aprender mirando a otros o siguiendo pasos. Pero el barro, con su paciencia de siglos, me enseñó que el fuego no se aprende con la cabeza, sino con el cuerpo.
Durante mis primeros seis meses, mi único alimento fue la teta. No lo sabía entonces —ni podría haberlo sabido—, pero los sabores de esa leche eran los mismos que mi madre comía a sus veintidós años: los guisos de mi abuela Coca, el pan amasado con las manos gastadas de una mujer que trabajaba para Tulio y Micho, el perfume de una cocina que se mantenía encendida aunque el fuego fuera chico. De alguna manera, mi paladar nació de lo que ellas comían.
La pausa que da sentido al grito. Hay libros que nacen de la reflexión, y otros que nacen del fuego. Cocinar: ese patrimonio cultural nació de ambos.
Durante años encendí fuegos distintos: libros, cenas, reflexiones. Hoy todos arden en un mismo fogón, una mesa compartida donde cocinar y escribir son parte del mismo camino.
Si alguna vez tuviste uno de mis libros en tus manos, si alguna vez leíste una página mía o probaste un plato que cociné, ya sos parte de esta historia.
Escribirlo en pandemia fue una experiencia singular. Mientras las noticias hablaban de enfermedad y aislamiento, yo me sumergía en relatos de cocinas antiguas: fogones comunitarios, hornos de barro, banquetes imperiales, sopas humildes que sostenían pueblos enteros.
Con el tiempo entendí que este libro fue también un acto político, aunque no lo nombrara de esa forma. Porque declarar que todos tenemos derecho a cocinar no es un detalle: es una posición frente al mundo. Cocinar no puede ser privilegio, cocinar es patrimonio común.
Cocineritxs nació como una promesa en voz baja de que los niños también tienen derecho a su propio lugar en la mesa, a encender su fuego y a descubrir que la cocina, como la vida, es un juego serio que se comparte.
Este libro nació en los márgenes. Mientras escribía un ensayo académico sobre la cocina como patrimonio cultural, para mi posgrado en FLACSO, empecé a llenar los costados de las hojas con frases sueltas, reflexiones irónicas, pequeños gritos de indignación. Eran notas que no cabían en la solemnidad de un trabajo académico, pero que ardían como brasas debajo de la superficie.
Soy Lolo Vlem, un apasionado de la cocina que busca conectar los sabores auténticos con las personas.